Recientemente he pensado en los cambios que acontecen en las parejas, cuando la balanza del poder se altera, específicamente cuando las mujeres dejan de pedir que los otros “les den su lugar”, para pasar a tomar activamente el lugar que merecen.
Partamos de una premisa acerca del amor romántico y el patriarcado: las mujeres, históricamente, hemos sido socializadas en la idea de que nuestro deber reside en dar cuidados y servicios a otros, esto implica, que, para estar pendientes de las necesidades de los otros, nosotras nos desatendamos, y por tanto, otros nos desatienden, nos dejen de ver.
Lo anterior, genera un profundo desequilibrio en las relaciones de pareja, ya que implica, por un lado, que nos restemos espacio en la relación para buscar y pedir también nuestra satisfacción, nuestro bienestar y felicidad. Por el otro, implica que nos restemos importancia ante el otro, lo que en efecto genera (apoyado por una serie de premisas patriarcales) que el otro no tenga que hacer el esfuerzo necesario, para mirar y validar nuestras necesidades, deseos y anhelos en la relación, abriendo, así, espacio para la insatisfacción de uno de los integrantes, generalmente la mujer.
El problema es que, para cuando ya se instaló está dinámica en las relaciones de pareja (aquí específicamente me refiero a relaciones heterosexuales, aunque es posible que te puedas sentir identificadx en la dinámica, independientemente de tu orientación/preferencia sexual), puede ser difícil revertirla, ya que surge un dilema ¿o avanzamos juntos? ¿o continúo avanzando sin él?
El dilema surge, ante la incomodidad del cambio. Primeramente, porque dentro de los aprendizajes de género que se nos inculcan a hombres y a mujeres, puede que resulte difícil para ellos la labor de escuchar genuinamente, de empatizar con las necesidades de sus parejas y de construir formas de validar y redirigir los esfuerzos y recursos psicológicos que poseen, hacia ellas; legitimar las demandas de sus parejas, supone generar un esfuerzo que nunca antes se les había demandado, supone un cambio de visión, una deconstrucción de las premisas acerca de cómo han aprendido a vivir el amor romántico y de su rol como varones. Supone incomodarse a sí mismos, prescindir de los cuidades y espacios que ellas designaban para ellos, en beneficio de que sean ellas, ahora, quienes ocupen, tomen y reciban espacios de atención, cuidado y reconocimiento.
Segundo, el dilema del cambio vulnera la relación de pareja, porque lo que se está jugando es, precisamente, la supervivencia de la relación de pareja. “No incomodar” —aprendizaje bien memorizado por muchas de nosotras en las sociedades patriarcales (“calladita te ves más bonita”)—implica mantener seguro el vínculo, a costa de nuestra propia insatisfacción. A costa del silenciamiento y anulamiento de lo que las mujeres quieren y necesitan en la relación con el otro, para estar en un balance recíproco, para estar en equidad.
En ese sentido, elegir el cambio respecto a la relación de pareja, puede implicar que se pase por un proceso de autodescubrimiento y autoconocimiento respecto a lo que necesitamos construir en nosotras mismas; pasando por identificar, qué necesitamos de la pareja, de un otro, para sentirnos amadas, queridas, tomadas en cuenta, reconocidas y en bienestar. Recordar que, el autoconocimiento es un pilar importante para la elección de pareja, y que alguien que realmente este dispuesto a construir con nosotras en pareja, bajo una premisa de amor libre y equidad, buscará su bienestar, pero también el de nosotras, aunque esto suponga incomodarse.
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