El amor, no es un acto natural, aunque solemos pensarle como un sentimiento, una necesidad innata que nos acompaña desde el nacimiento, la realidad es que el amor es un territorio político atravesado por estructuras de poder que definen a quién, cómo, y bajo que condiciones debemos amar. En ese sentido, el territorio de amor para las mujeres es un espacio de opresión, que nos ha enseñado a desdibujar nuestros deseos y necesidades ante los del otro, priorizar su bienestar y a aceptar, de forma incuestionable, la desigualdad dentro de vínculo.
Desde temprana edad, los relatos románticos nos han moldeado, relatos que nos prometen medias naranjas, amor incondicional y
finales felices en los que encontrar al “príncipe azul” es la meta última. Pensemos en todas las películas clásicas de princesas: La
Bella Durmiente, Blancanieves, Bella… Todas esas películas nos mostraron un amor idealizado por el que las protagonistas
sacrificaban su independencia, cuerpo, mente. Este amor romántico ha sido históricamente una herramienta de disciplinamiento que ayuda
a mantener la estructura patriarcal delegando a las mujeres al cuidado, la dependencia y la sumisión.
La segunda ola de feminismo ya lo advirtió: amor es un acto profundamente político que define quien tiene poder y quien debe ceder.
Durante esta ola se empezó a hablar del amor como un espacio de poder, donde la desigualdad entre géneros se reproducía y se reforzaba.
El amor romántico, lejos de ser un refugio, se reveló como una estructura que nos enseñaba a ceder, a aceptar la dependencia y a interiorizar la idea de que nuestra felicidad debía estar supeditada a la de otro.
Sin embargo, la respuesta no puede ser simplemente deshacernos del amor romántico sin más; si bien es crucial desmontar sus mitos para romper las estructuras opresivas, también es importante preguntarnos qué tipo de amor queremos construir.
Necesitamos abrir espacio para otras maneras de vincularnos, donde el amor no sea sinónimo de sacrificio, sino de cuidado mutuo y libertad, pensar el amor desde otros lugares nos permite imaginar relaciones que no nos limiten, sino que nos fortalezcan; relaciones donde el afecto no esté condicionado por el control ni por la dependencia, sino por la autonomía y la reciprocidad, ¿cómo podemos imaginar relaciones que no nos exijan desaparecer para sostener a otro?. El amor, como lo conocemos, nos construye (y se construye) desde diferentes lugares, desde la literatura, la cultura, los mitos, los saberes, el amor se ha implantado en nuestra piel como una misión de vida que debe cumplirse sin importar el costo (y quien no lo cumpla será marginada/o a una vida de soledad y tristeza). Detrás de esas narrativas hay un mandato claro: el amor debe experimentarse bajo ciertas reglas que, en la mayoría de los casos, perjudican a las mujeres. Como ya lo mencioné, una de las reglas centrales del amor romántico es el sacrificio, las mujeres deben entregarse sin reservas, ser incondicionales, perdonar, esperar y soportar.
Esto no es casualidad, el amor romántico está construido para reforzar la idea de que nuestra realización y felicidad depende de la
capacidad de amar a otro, incluso si esto implica renunciar a nosotras mismas, normalizando la dependencia emocional, económica, el control, entre otros factores que poco a poco nos van aprisionando.
Otra de las reglas es el mito de la media naranja, refiriéndose a un estado de incomplitud que solo será cubierto cuando encontremos
a quien “nos complemente”. Este mito refuerza la idea de que no somos suficientes y que necesitamos al otro para sentirnos plenas; bajo esta lógica, el amor deja de ser una elección y se convierte en una necesidad y la perdida del vínculo amoroso se vive como un
fracaso personal y social.
La estructura del amor también ayuda a perpetuar múltiples violencias. Otra de las reglas de amor romántico es aguantar y
perdonar, porque el amor verdadero todo lo puede y el control, y los celos son señales de afecto. Estas ideas legitiman relaciones
de poder desiguales y contribuyen a la normalización de la violencia dentro de los vínculos sexoafectivos, es por ello que las mujeres
de muchas generaciones han permanecido en relaciones abusivas y violentas.
El feminismo (con inicio en la segunda ola) ha puesto en evidencia que el amor, lejos de ser un refugio, es una estructura que refuerza
la idea de que nuestro valor está en la capacidad de dar y sostener al otro. Reconocer esto es el primer paso para preguntarnos: ¿podemos
imaginar otras formas de amar que no nos sometan, sino que nos fortalezcan?
Si el amor es opresor, ¿significa esto que debemos rechazarlo por completo?, muchas feministas han intentado responder esta pregunta,
y la conclusión no es necesariamente renunciar al amor, sino transformarlo.
Si el amor que nos enseñaron nos ha lastimado, entonces necesitamos desaprenderlo y construir formas de vincularnos que no se basen en el sacrificio, la posesión o la desigualdad. El amor libre, la sororidad y el apoyo mutuo son algunas de las propuestas que han surgido desde los feminismos para imaginar relaciones más saludables. Estas ideas no significan la ausencia de compromiso o de profundidad en los vínculos, sino la posibilidad de amar sin sometimiento, de construir relaciones donde la autonomía y el respeto sean el eje central, en lugar de buscar una media naranja que nos complete, podemos empezar a ver el amor como un espacio de crecimiento mutuo, donde dos personas se encuentran desde la libertad y no desde la necesidad. Esto también implica aprender a amarnos a nosotras mismas sin culpa, si el amor ha sido una herramienta de control, reapropiarnos de él puede ser un acto de resistencia.
Amar desde el feminismo no significa abandonar el amor, sino redefinirlo, alejarnos de las relaciones que nos limitan y construir afectos que nos sostengan en lugar de consumirnos.
El reto está en desaprender los mitos que nos han acompañado toda la vida y atrevernos a imaginar otras posibilidades. Quizá el amor
no tiene que ser el centro de nuestra existencia, pero si elegimos amar, podemos hacerlo desde un lugar donde la libertad y el cuidado mutuo sean la base. Amar no tiene que significar perderse en el otro; puede ser, en cambio, una forma de encontrarnos a nosotras
mismas en compañía.